lunes, 11 de abril de 2011

El movimiento de Reforma Universitaria de 1961

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El cadáver Exquisito / I de III

JULIO GLOCKNER ROSSAINZ

Las causas de fondo del movimiento de reforma universitaria iniciado en la Universidad Autónoma de Puebla (UAP) en 1961 venían de muy lejos. Por un lado se remontaban al secular conflicto entre liberales y conservadores que se enfrentaron  a lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, tanto en vehementes discusiones de mayor o menor altura, como en los campos de batalla que comprendieron desde la guerra de Reforma al movimiento cristero. Al iniciar la década de los 70 del siglo pasado la discusión entre liberales y conservadores se centraba en la defensa del carácter laico de la educación pública, que defendían los primeros, ante la insistencia de los conservadores por mantener la educación religiosa en los colegios particulares y aun públicos, como herencia evidente del virreinato.
Este enfrentamiento, que oponía el artículo 3º constitucional al reclamo conservador de que sólo la familia, y no el Estado, puede decidir el carácter de la educación de sus hijos, se gestaba en procesos ideológicos de larga duración y albergaba en su interior nuevas modalidades conflictivas surgidas en el contexto de la guerra fría. Entre estas modalidades conflictivas destacaba la simpatía y el respaldo que los estudiantes “progresistas” sentían por la triunfante revolución cubana, que en esos días Fidel Castro vincularía al área de influencia de la URSS, contra las ideas y los intereses económicos de quienes veían en esa revolución un peligro de expansión comunista en México.
Este panorama nos presenta un fenómeno realmente interesante, en el que se enfrentan diversos grupos sociales esgrimiendo demandas de carácter político, ético, religioso, cívico, educativo y económico. Estas demandas definen perfiles ideológicos que generan identidades de grupo que perduran hasta nuestros días, identidades que se conforman tanto en el terreno emotivo como en el intelectual. 
El panorama ideológico de la época está conformado por diversos estratos provenientes de muy diversas tradiciones, cada una de las cuales genera, para autoafirmarse ante el adversario, una gran cantidad de prejuicios y convicciones que con frecuencia desembocaban en un agresivo fanatismo. Teniendo a la cruz por un lado y a la oz y el martillo o la escuadra y el compás por el otro, como emblemas contrapuestos, estos sectores se enfrentan violentamente tanto en el discurso y las exigencias excluyentes como en los golpes y pedradas callejeras. Los emblemas operan simbólicamente en el imaginario político de la época de manera que con mucha frecuencia lo emocional predomina sobre lo racional.
Esa operación simbólica genera en los grupos enfrentados una visión relativamente distorsionada tanto del adversario, ya convertido en enemigo, como de sí mismo. Cada uno se piensa como justiciero y salvador, sea por razones sociológicas, éticas o religiosas y cada uno cree fervientemente que el enemigo es un elemento absolutamente pernicioso para la vida colectiva que debe ser eliminado, si no físicamente, sí, al menos, política y socialmente. El asunto no es nimio ni se ha borrado del pensamiento y los sentimientos de muchos de los protagonistas. Una amiga periodista me platicó que algunas de las personas que entrevistó hace algunos años se exaltaban de tal manera al recordar los acontecimientos de la época que la entrevista tenía que suspenderse, ya fuera por el llanto o por la rabia excesiva que volvía con toda intensidad al detallar los hechos.
Ante el vacío espiritual que en la cultura occidental produjo la muerte de dios proclamada por Nietzsche (quien desde luego no murió de muerte natural, sino a causa del desarrollo científico–tecnológico y de la expansión del pensamiento racional) las sociedades modernas suplieron esa ausencia construyendo un conjunto de teorías que satisficieran espiritualmente a los individuos y sus comunidades. Georges Steiner lo dice así en su magnífico libro Nostalgia de lo absoluto: “la descomposición de una doctrina cristiana globalizadora había dejado en desorden, o sencillamente había dejado en blanco, las percepciones esenciales de la justicia social, el sentido de la historia humana, de las relaciones entre la mente y el cuerpo, del lugar del conocimiento en nuestra conducta moral”. 
Los sistemas de explicación total que según Steiner concibió el pensamiento moderno son: el psicoanálisis, la antropología estructural y el marxismo. Cada uno de ellos, por separado o tomando elementos de los demás, como ocurre con la antropología de Levi–Strauss, desarrollará un lenguaje propio, un idioma característico, un conjunto particular de imágenes emblemáticas, banderas, metáforas y escenarios dramáticos, en fin, generará su propio cuerpo de mitos.
La inteligencia moderna construye entonces una especie de “teología sustituta” o de “mitologías” que cumplen con la tarea de proporcionar explicaciones totalizadoras mediante sistemas teóricos cerrados sobre sí mismos, instaurando un diagnóstico clarividente del que surge todo el sistema. Ese momento y la historia de la visión profética fundadora se conservará en una serie de textos canónicos y más tarde surgirá, desde luego, un grupo de discípulos que estarán en contacto directo con el maestro, con el genio fundador, pero pronto algunos de ellos provocarán una ruptura en forma de herejía. Esos disidentes producirán mitologías o submitologias rivales, y entonces se observará algo muy importante –dice Steiner– los ortodoxos del movimiento original odiarán a esos herejes, a los que perseguirán con una enemistad mucho más encarnizada de la que descargarán contra el no creyente, porque no es la increencia lo que temen, sino la forma herética de su propio movimiento. Pensemos simplemente en el crimen de Trotsky por Stalin.
La confrontación ideológica entre católicos, comunistas y masones en el proceso de reforma universitaria es justamente un enfrentamiento entre diversas mitologías, que en el caso del cristianismo y el marxismo–leninismo contienen un discurso de salvación universal.
Veamos ahora lo que ocurrió en la ciudad de Puebla y en la universidad durante los meses de abril a julio de 1961, periodo en el que se produjo un giro muy significativo en la política educativa que orientó a la institución por el camino de la educación laica y moderna. El hecho de que el Vaticano haya reconocido la validez de la teoría de la evolución de Darwin hasta el papado de Juan Pablo II nos debe hacer pensar no sólo en que la propia iglesia destruye el sustento de su propia mitología expuesta en el libro del Génesis, sino en las dificultades que los estudiantes de principios de los años 70 tenían para expandir sus conocimientos, teniendo como autoridades universitarias a miembros de los sectores clericales más conservadores que evidentemente veían en la teoría darwiniana una especulación concebida en los linderos del infierno ateísta. 
Haber encauzado a la Universidad Autónoma de Puebla por el camino de la educación laica y científica y haber defendido el laicismo como principio de gobierno es uno de los méritos del movimiento de reforma universitaria. Frente a los prejuicios religiosos imperantes en la conservadora ciudad de Puebla de hace 50 años, los universitarios que defendieron el artículo 3º constitucional hicieron valer el espíritu laico indispensable para ensanchar los horizontes del conocimiento. La laicidad consiste simplemente en la independencia y libertad de pensamiento respecto a las afirmaciones o creencias avaladas por una autoridad, es decir, laico es quien piensa libremente frente a los dogmas. Un dogma es aquello que es creído o aceptado comúnmente como irrefutable y constituye el fundamente mismo del pensamiento religioso, de ahí que laico sea quien reivindica para sí el derecho de pensar diversamente sobre cualquier cuestión o problema considerado ortodoxo. De estos principios surge, lo que Michelangelo Bovero llama el principio práctico del pensamiento laico: la tolerancia, un principio anti represivo. Laico –dice Bovero– es el que considera que no existe ningún “deber” –mucho menos un deber jurídico, impuesto por la ley– de pensar de un modo determinado sobre cualquier cuestión. Desde esta perspectiva, el verdadero problema para el laico es el de la posibilidad de convivencia de las creencias y de los valores. Ser laico implica plantearse este problema y no sólo respecto a la religión, sino respecto a cualquier ortodoxia, incluyendo desde luego la marxista. La solución no puede ser hallada sino en la construcción de la democracia. “Un laico no puede no ser democrático y un democrático es necesariamente laico: si no lo es, es un falso demócrata”.1 Esta es la lección que nos dio la generación del 61 y que desafortunadamente muy pronto se desvirtuó, al enfrentarse ya no a los dogmas religiosos sino a los lineamientos de un partido estalinista.
1 Michelangelo Bovero, Cómo ser laico, Nexos, Nº 282, junio–2001.

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